domingo, 8 de julio de 2012

Un encuentro


      La conocí en un baile, enseguida me di cuenta que me miraba con interés.
     —Está linda la flaquita —le comenté a mi amigo Raúl.
     —Si, es pasable —me contestó con una envidia que no pudo disimular.
     Me acerqué a esa dulzura menuda, con ojos de almendra y dientes muy blancos y le dije:
     —Me gustaría bailar con vos.
    —Dale, no esperaba otra cosa.
    Así entre los boleros de Manzanero, interpretados por Luis Miguel, el ritmo caliente de Celia Cruz y otros temas, pronto nos dimos cuenta de que la temperatura de nuestros cuerpos se elevaba sin medida
      —¿Te gusta el buen café? —me preguntó sonriente.
     —¿A quién no? — respondí
     —Entonces, vamos a mi casa y vas a comprobar que en este mundo nadie prepara el café mejor que yo.
     Caminamos despacio por Uriburu y casi al llegar a Tucumán, mi flamante amiga abrió la puerta de hierro y cristal que custodiaba la preciosa, cuidada y antigua casa.
     —Pasá…, perdoname, no se tu nombre —dijo sonriente.
     —Juan Antonio, pero me dicen Tony.
     —¡Bah, la bendita manía de los sobrenombres! Yo me llamo Felisa ¿viste qué nombre horrible? igual lo quiero y no uso seudónimos.
    —Esta casa es fantástica ¿es tuya?          
    —Claro que es mía, la heredé.
     En ese paraíso me fascinaron dos cosas, el pequeño balcón ovalado, que extendía el living hacia la calle y cuyo pretil parecía estar tallado por orfebres y no por algún herrero con gran habilidad.
     — Era digno de los pequeños amantes veroneses. Y el otro objeto al que consideré precioso fue el tapiz de Flandes, convertido en alfombra que cubría una gran porción del piso de roble. Sentado en un sillón, aprecié las fragancias del café recién molido y el antiguo y siempre irresistible Chanel N° 5 con el que Felisa perfumó su humanidad. Mientras tomábamos café, advertí que la mirada de ella se perdía irremediablemente, vaya a saber en qué laberinto.
     —Felisa ¿vos sos dichosa?
     —Y esa pregunta ¿a qué viene? recién me conocés ¿y ya te preocupo tanto? no me gusta que toquen mi privacidad; pero te puedo revelar que en esta casa no me siento bien, tengo la constante sensación de que me vigilan, que me persiguen, que nunca estoy sola. Todo eso me desespera, especialmente por las noches.
     —¿Querés que te acompañe durante la noche? no vayas a creer que persigo un interés espúreo, yo dormiría aquí y vos en tu cuarto, y si deseás lo cerrás con llave.
     —Bueno, te creo, vos  podrías protegerme, quizá logres detener a los intrusos.
     Al día siguiente, cuando desperté, Felisa ya no estaba, se me ocurrió que me había apresado en su casa, pero comprobé que la puerta  de calle estaba abierta. Desayuné algo, mientras esperaba su regreso, y hasta pasé la aspiradora a la alfombra de Flandes, fue así que descubrí que en ella aparecía un joven,  ricamente ataviado —podría ser un príncipe—, y un servidor que lo asistía en esa escena de caza, también vi a dos perros lebreles y una fronda maravillosa. El príncipe tenía en su rostro un innegable gesto de crueldad y  una malicia  imposible de cubrir con la más refinada de las astucias. Ese ser eternizado en una alfombra, resultaba por demás inquietante. Salí del domicilio de Felisa y muy cerca del lugar compré mi pasaje de avión para viajar a Salta. A la vuelta tuve necesidad de ver a la enigmática muchacha, sí ella era enigmática y a la vez manejada por un pánico al que yo como sicólogo recién recibido deseaba erradicar de su vida. Toqué timbre, pero Felisa no me atendió; una mujer amable, dueña de la farmacia vecina, me dijo:
     —No se moleste señor, hace cinco días que a la señorita la encontraron muerta. La casa estaba limpia y ordenada, la pobrecita apareció con mordeduras de perros en el rostro y en el cuello y dicen que el criminal usó una flecha muy antigua con la que le atravesó el vientre ¡Pobre señorita Felisa, tan amorosa y buena! Sin pensarlo dos veces llegué a la comisaría de la zona y quise dejar asentada una denuncia, diría: “Yo se quien acabó con la vida de Felisa, confisquen su antigua alfombra de Flandes, allí hallarán al culpable”. Soy audaz pero tardíamente reflexivo, si llegaba a confesar eso —algo absolutamente cierto— acabaría en un  hospital para enfermos mentales; dadas las circunstancias preferí salir calladamente y con las manos en los bolsillos caminé hasta el subte y me alejé con rumbo desconocido.
                                                                                      
                                                                  Beatriz Tous    2010     
      

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