lunes, 21 de octubre de 2013

La adivinanza del Monstruo Intelectual de Ocho Cabezas



                                De forma cambiante, no digo mis años, de barba oscura, de barba
blanca... ¿Qué voy a tener barba?. Enrulado mi pelo, lacio también,
varían sus colores, algunos de mis ojos necesitan ayuda para leer.
 
Infatigable curioso. Qué liera fui de niña, yo reescribí a
Borges, ya no doy propinas, de cuadraditos y de oblongos, elijo
palabras hermosas y recién me lanzo a escribir.
 
Estoy sediento, tomo té, tomo café, fumo en el balcón porque
me molesta el humo. Sé hablar inglés, alemán, eu falo portugués.
No se dice “hace un tiempo atrás”, eso ya lo sé.
 
Gustoso de la buena lectura,
esto que acabo de leer es ex-tra-or--di-na-rio.
Psicóloga, ingeniero, arquitecta, tengo farmacia,
¿maestra? !no! Yo trabajo de mamá. No tengo hijos aún, pero son
excelentes, traviesos tal vez. Me gusta el tenis, estoy entre la B y la C,
tengo apellido de tenista famoso y nombre de catedral en Francia , así es.
 
O no creen cuando digo que estoy recién casado, con marido lejano,
ya voy por la quinta suegra, el mismo de siempre y no me quejo.
Pero hay algo que no deben dudar: me encanta, me encanta,
me encanta escribir. ¿Quién soy?



Diego Kochmann
Grupo Mallea 1998

MADRE



 

En tu sinceridad de Madre

En sueños me visitas

Hablamos en tu pureza.

El blanco día despunta

Debes partir con premura.

Pero la imagen infinita

Queda grabada, bajo

El marco celeste del manto.

Tu perfil perdura en los tiempos,

Recuerdo el mensaje.

Tras años me viste buscar.

Develado el misterio

Nadie quiso escuchar.

 
                                                                                                                Inés Punschke

El encuentro




El encuentro

de los amantes comienza

con el aceite aromático de las caricias.

El placer de la exploración del amado y

la generosidad del don que se ofrece,

hacen de estas instancias previas,

momentos sublimes.

La naturaleza posee

los más exquisitos afrodisíacos.

El chocolate y los frutos secos conducen

con su vigor prodigioso

la senda hacia el clímax.

Cuando se alimenta el deseo

y la pasión se derrama

con el ímpetu de un torrente imprevisto,

la danza de los cuerpos corona el rito

que perpetua el amor sobre la faz de la tierra.
 
                                                                                                 
                                                                                         Luisa Malezian
 
 

Mirada retrospectiva



     No hace mucho tuve un deseo, más que un deseo, tuve la necesidad de volver a la casa de mi infancia, para recuperar algunos tesoros que abandoné en ella el día de la mudanza, por ejemplo: la risa de mi madre, la voz de mi padre, el sonido de las patas de mi cocker spaniel, la rayuela que dibujé con tiza, el canto del canario, la fragancia de las azaleas, el olor de aquella torta recién cocida por mi abuela, de chocolate, miel y almendras, el ruido de las fichas de dominó —papá y un tío, jugaban durante horas—, el humo de algún puro, el reflejo del sol sobre ciertos cristales, el barrilete que se le voló a mi amigo Ernesto…

     Y al fin, llegó la tarde tan esperada, la tarde en la que me acerqué a la antigua casa; allí tendría que observar con cuidado, cada cuarto, cada rincón, cada intersticio, para hallar todo lo que había dejado sin darme cuenta.

     ¡Qué sensación extraña me produjo tocar el timbre para poder entrar! Salió una mujer y le dije:
     —Señora, yo viví acá durante muchos años, acá me crié y ahora, después de dos décadas, vengo a buscar cosas que me pertenecen.
     —En mi casa  no hay nada suyo.
    Mientras hablábamos apareció el marido, y preguntó:
     —¿Quién es?
     —No sé, asegura que en casa hay cosas que son de su propiedad.
     —¿De su propiedad? Vamos, ya te aconsejé que no hables con alguien a quien no conozcas, esta gente te embrolla con palabras, gana tu confianza y cuando menos lo pensás la tenés adentro y te desvalija, así como así.

    Les di la espalda, cerraron la puerta y esos bienes amados no regresaron  conmigo, quedaron escondidos en el mismo lugar donde habían nacido, y era lógico, yo nunca les dije que no podía vivir sin ellos.       

 

                                                                                                     Beatriz Tous

 

A la vuelta de la esquina


 
        La experiencia me decía que sería otra de esas noches de sonrisas diplomáticas y comentarios repetidos. La convocatoria de la editorial Abril me reunía cada septiembre con los dinosaurios de la literatura.

        La confitería Clásica y Moderna lucía sus galas de caireles y marquetería tras la última refacción. Me intrigó la presencia de un hombre que no me había sido presentado. Me sorprendió aquel soplo de juventud en medio de tantas personas de más de setenta.  Cuando advertí que se acercaba a la mesa pensé que pasaría de largo, sin embargo tomó asiento a mi lado. “Será porque somos los únicos menores de cuarenta”, pensé tratando de justificar su actitud. Ni bien pudo, empezó a buscar conversación. Conocía de sobra los avances del sexo masculino y hasta me pareció entrever en sus palabras alguna intención oculta. Me preguntó por qué escribía y contesté algo que ahora no recuerdo, lo primero que me vino a la mente. Me miró confuso y prosiguió con total naturalidad como si yo le hubiese dado pie para continuar con la charla.

        Debió ser por mi colgante oriental (eso deduje más tarde) que mencionó que había estado en la India. Me contó que era un país de embeleso, aún en sus marcados contrastes. Me explicó, sin que yo se lo pidiera (por supuesto), que hacía un par de años, antes de viajar, se había querido poner en clima, y había leído algunas novelas de escritores antiguos y contemporáneos de la India.

       Me pareció llamativo su comentario, pero no fue hasta después de un rato que me percaté de que su aspecto me hacía acordar a alguien. Maldije mi memoria porque aunque me parecía tan cercano, no podía dar con el nombre y la circunstancia que me habían reunido con la persona a la que él me recordaba.

       Terminado el plato principal, el soufflé de miel y pasas proporcionó otro motivo para retomar el tema de la India. Trajo a colación que los dulces de aquel país, rescataban los sabores de las frutas secas y la suavidad de la miel, y dejaban un sabor aterciopelado en la boca. El comentario me pareció deliberadamente sensual. Habló  también de los atardeceres de Oriente, y revivió en mí imágenes olvidadas.

          En un descuido rozó mi mano con la intención de pedirme que le alcanzara el azúcar para el café, su voz profunda exhaló un “disculpáme” con toda la intención de quien lanza una red para atrapar una sirena.

       La noche fue agradable, después de la primera impresión, agradecí no haber tenido que aportar aires juveniles a la reunión como había hecho en otros momentos del pasado. Cuando ofreció acercarme a mi casa, argumenté que ya tenía previsto un compromiso. Inventé que unos amigos me aguardaban para tomar una copa en su departamento a unas pocas cuadras de la confitería. La excusa me valió librarme del sujeto, quién sin embargo insistió en intercambiar tarjetas para que nos pusiésemos en contacto para alcanzarme aquellas novelas de las que había hablado.

        Días más tarde, en el trajín de mis tareas de escritora, me crucé con el encargado. Me contó que habían dejado unos libros para mí. En aquel momento pensé que era un envío de mi editor y no le di importancia. Cuando llegué al departamento el paquete quedó a un lado, necesitaba darme una ducha después de tantas idas y venidas. No fue hasta la noche que decidí abrirlo mientras tomaba un expresso en la sala.

      El envoltorio no correspondía a la editorial, algo me hacía intuir que venían de Abril.  Dos libros de exquisita encuadernación custodiaban las novelas en francés. La nota adjunta decía que esperaba que algún día pudiéramos reunirnos para comentar nuestras impresiones. La gentiliza me sorprendió y recordé la promesa del compañero de cena. Sin embargo, lo que me dejó anonada fue su nombre: Gabriel González Moya. No pude contener la risa, un poco por los nervios, otro poco por lo insólito de la situación.  Gabriel G. Moya era el personaje de una de mis novelas inconclusas, uno de esos manuscritos que un escritor atesora para jugar en los ratos libres. Recién en ese instante pude entender aquella familiaridad  que había suscitado en mí.

        Me sugestioné al principio, supuse que aquel hombre había entrado furtivamente a mi casa y que había hurgado en los estantes de mi biblioteca hasta dar con los apuntes de mi novela ambientada en la India. Eso era imposible, nadie conocía mi nuevo domicilio y los pocos que sabían de la existencia de la novela eran personas de absoluta confianza.

        La sorpresa me hizo retomar mi novela. Fue así como me sumergí en un viaje literario a la India. Historias de sultanes y de harems, de mujeres sometidas y hasta de genios maravillosos. Fui Sherezade una vez más, fui bailarina exótica, fui guardia de palacio, fui príncipe, fui ladrón de joyas.

         La curiosidad pudo vencer mi resistencia. Aquellos libros me hechizaron desde el comienzo. El interés iba creciendo a medida que pasaban los capítulos. Empecé a leer la noche de un lunes y mi entusiasmo no me abandonó hasta que habiéndolos terminado exhale un profundo suspiro. No podía entender tanta generosidad, a pesar de ello, decidí llamarlo por teléfono para agradecerle el envío y para contarle la coincidencia de su nombre con el de mi personaje.

         Cuando esperaba un comentario sarcástico sobre mi estado mental, una carcajada estalló del otro lado del tubo.

        –– Recién me vengo a enterar de que me conocías desde hace tanto tiempo ¡No sabía que tenía una vida paralela! Y además escrita por una mujer tan interesante… –– dijo en tono cómplice.

      Sus palabras dejaron en suspenso una historia que aún hoy no ha terminado. La amistad que me une a Gabriel me hace pensar que fue un gran acierto haberlo rescatado de las páginas de un manuscrito dormido en mi biblioteca.

 

Ángela Xul

Elsa Osorio: novela "Cielo de tango"- primer capitulo



 Cielo de tango

INICIOS
No hay secreto que sus piernas no puedan descifrar, con la mano sabia de Pascal en su cintura. Ahora le pide un voleo y Ana, aun con los ojos cerrados, tiene absoluta conciencia de esa pierna, fina y sensual, que desnuda el tajo de su vestido negro, de ese pie que gira en alto, apenas un instante, con elegancia, para volver a apoyarse sobre la madera. No mira tampoco el torso de Pascal, pero lo siente ahí, consistente, seguro, centrándola, dándole el equilibrio perfecto para asumir, apoyada en un solo pie, ese giro completo que él le ha marcado en este compás. Ah, qué placer.
Qué buena sorpresa haber encontrado en Le Latina a su amigo Pascal, el compañero ideal para gozar a tope del tango. Por suerte decidió ir, y cortar esa zozobra absurda. Toda la tarde pendiente del teléfono, del correo electrónico, como si no existiera nada más interesante que esperar el llamado de su siempre ocupadísimo novio. El azar quiso que la mano de Ana cayera sobre un CD de Piazzola.
Con los primeros acordes ya sintió esa cosquilla en los pies, en su cuerpo todo que le pedía tango. Una ducha rápida y el vestido negro. Se calzó las zapatillas y guardó los zapatos de baile en el bolso. Sólo bailar podía sacarla de ese estado.


A Luis le pareció raro que Le Latina estuviera arriba de un cine. Y ahora que se ha sentado la chica del vestido con tajo, esas piernas de las que no pudo despegar sus ojos desde que llegó, trata de asimilar el ambiente de esa milonga de la rue du Temple a alguna de las de Buenos Aires, pero ninguna le cuadra. Se parece más a una casa que a una milonga. ¡Cómo bailan los franceses!, no lo puede creer. Pese a que le aclaró a Philippe que él no es un gran milonguero (hace tres años que baila nada más, desde que se separó de su mujer), la verdad es que pensaba que en París iba a matar, sólo por ser argentino. Pero después de ver el nivel que tienen en Le Latina, se achicó un poco. Y no trajo a París los zapatos para bailar tango, se puso los que usa para las entrevistas que, al menos, no tienen suela de goma. ¡Como para pensar en los zapatos cuando salió de Buenos Aires! Pero le pareció divertido que su nuevo amigo lo invitara a un bal, como le dice. ¿Por qué no un tanguito en París?
Y por qué no en un amplio sentido, no sólo zafar, como se propuso cuando decidió ir a París a vender los documentales, última apuesta para detener ese tobogán por el que Luis se desliza hace tres años a un arenero sin arena, y vuelta a subir y vuelta a golpearse, sino volver a creer, vivir, crear. Una semana fuera de la atmósfera opresiva de Buenos Aires y ya esa brisa de esperanza. Aunque no haya nada concreto (Philippe le ha dado un contacto interesante, pero ninguna seguridad), Luis tiene la certeza de que, de un modo u otro, va a llegar a hacer lo que quiere.


Ana se ha curado de su tango noir, esa suerte de fiebre que la arrasó durante meses, ese no poder parar hasta lograr el exacto pivot, el refinado voleo, la perfecta cadencia. Ahora sólo el placer de la música y la mano de Pascal en su espalda marcándole esos ochos para atrás, y luego un giro completo con planeo.
A Ana le gustaría que algún hombre la llevara por la vida como Pascal en el tango. Una vez se lo dijo a su padre y él le contestó: te tendrías que casar con Pascal entonces. ¿Con Pascal?, se rió Ana, ¿cómo se te ocurre? Él fue su profesor en Montrouge, aunque hace tiempo que Ana está a su nivel. Nos admiramos y gozamos bailando juntos, pero nada más, papá, le explicó. Es obvio, pero su padre no entiende nada de tango, quizás porque es argentino, o por su historia con la Argentina.
¿Y ella lo entiende? Ahora que bailarlo ha tomado una proporción normal en su vida, quizás sí. Pero cuántas veces se preguntó qué sentido tenía esa loca carrera que inició cuando decidió dejar los cursos de tango que le propusieron en la universidad, e internarse por otros caminos. La primera excusa fue hacer una investigación sobre los papeles del varón y la mujer que actualmente se ponen en juego en el tango. No podría comprenderlo sin entrar ella misma en los distintos ambientes, bailarlo le aportaría otros elementos, se mintió por un tiempo. Pero no fue ese ensayo, que al fin nunca escribió, lo que la llevó de profesor en profesor, de curso en práctica, de un baile a otro, y otro más, a la tarde, a la noche, una sala, un cabaret, una academia, un stage en Toulouse, otro en New York. Tan difícil pasar esa cortina que dividía la práctica de los debutantes de los avanzados, pero Ana no se iba a detener hasta alcanzar la cumbre de la que ya entonces empezó a llamar la «escala jerárquica del tango», con toda la risa que le daba esa expresión, y la conciencia de ese empeño, tan absurdo como inevitable, de llegar a ser una buena partenaire de los grandes, de los verdaderos milongueros.
Tal vez hubiera algo más profundo que no alcanzaba a ver, le dijo alguna vez a Pascal, con quien, excepcionalmente, en esa catarata de lugares y gentes diversas, pudo detenerse a hablar. ¿Quizás su padre, sus orígenes?, aventuró Pascal, sin mayor énfasis (le parecía una preocupación irrelevante, él nunca se lo preguntó, para él la vida es tango). No, estaba segura de que no tenía nada que ver, Ana sólo nació en la Argentina, pero ni se acuerda ni le gusta ese país, ella es francesa. Y jamás ha visto a sus padres bailar el tango.
Entonces se le ocurrió la idea: ella bailando el tango, un original regalo de cumpleaños para su padre. Le pidió a Pascal que la acompañara. Y él le dio el gusto, no sólo porque intentaba convencerla –inútilmente- de que fuera su compañera en el espectáculo que preparaba en el Cabaret Sauvage, sino porque ya era su amigo.
Ana quería compartir con su familia lo que había logrado con mucho esfuerzo, pero de ningún modo porque su padre fuera argentino, sino como algo de ella, como cuando obtuvo el título de socióloga, o cuando ganó la primera beca para investigar.
Fue allí donde terminó su tango noir, ninguna academia o salón de baile le dio ese diploma. Fue su papá, no los milongueros, cuando la abrazó emocionado: genial, maravillosa.
–Es que vos, Ana, lo llevás en los genes
dijo –. C’est génétique –le explicó a Pascal–, mi padre, y sobre todo mi abuelo, fueron grandes bailarines de tango.
A Ana no sólo le sorprendió enterarse de que su abuelo bailaba el tango, sino que su regalo hubiera provocado que su padre hablara de su familia, como quien dice mi papá era zapatero, o era oriundo de tal pueblo. Ana conoce esa sombra que opaca su mirada la rara vez que alguien menciona a los Lasalle, especialmente a su padre, César. Lo odia, podría decir sin exagerar, y por extensión, se imagina, odia a su abuelo, que también se llamaba Hernán, ni para poner nombres tienen imaginación, le había dicho hacía años a Ana su padre, todos, Hernán: su abuelo, su tío, hasta él mismo.
–¿Qué tiene que ver tu padre, tu abuelo? –reaccionó Ana–. Yo pasé horas y horas estudiando.
De ningún modo iba a aceptar que relacionara su regalo de cumpleaños con su abuelo César, ese hombre cruel que tanto mal había hecho a toda su familia.
¿Por qué se le había ocurrido hacerle ese regalo? Un regalo para ella más que para él, una manera de detener esa obsesión con la mirada cálida de su papá y volver al mundo de siempre, a sus libros, sus historias de amor, sus estudios, el cine, sus amigos, a todo lo que ella había dejado, aún no sabe por qué. Lo cierto es que, desde entonces, apenas si ha ido algunas veces a bailar y hasta esta noche no ha vuelto a sentir en su cuerpo esa urgencia de tango.



                                                                                                                       Elsa Osorio