No hace mucho tuve un deseo, más que un deseo, tuve la necesidad de volver a la casa de mi infancia, para recuperar algunos tesoros que abandoné en ella el día de la mudanza, por ejemplo: la risa de mi madre, la voz de mi padre, el sonido de las patas de mi cocker spaniel, la rayuela que dibujé con tiza, el canto del canario, la fragancia de las azaleas, el olor de aquella torta recién cocida por mi abuela, de chocolate, miel y almendras, el ruido de las fichas de dominó —papá y un tío, jugaban durante horas—, el humo de algún puro, el reflejo del sol sobre ciertos cristales, el barrilete que se le voló a mi amigo Ernesto…
Y al fin, llegó la tarde tan esperada, la tarde en la que me acerqué a
la antigua casa; allí tendría que observar con cuidado, cada cuarto, cada
rincón, cada intersticio, para hallar todo lo que había dejado sin darme
cuenta.
¡Qué sensación extraña me produjo tocar el timbre para poder entrar!
Salió una mujer y le dije:
—Señora, yo viví acá durante muchos años, acá me crié y ahora, después
de dos décadas, vengo a buscar cosas que me pertenecen.—En mi casa no hay nada suyo.
Mientras hablábamos apareció el marido, y preguntó:
—¿Quién es?
—No sé, asegura que en casa hay cosas que son de su propiedad.
—¿De su propiedad? Vamos, ya te aconsejé que no hables con alguien a quien no conozcas, esta gente te embrolla con palabras, gana tu confianza y cuando menos lo pensás la tenés adentro y te desvalija, así como así.
Les di la espalda, cerraron la puerta y esos bienes amados no
regresaron conmigo, quedaron escondidos
en el mismo lugar donde habían nacido, y era lógico, yo nunca les dije que no
podía vivir sin ellos.
Beatriz Tous
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