La confitería Clásica y Moderna lucía
sus galas de caireles y marquetería tras la última refacción. Me intrigó la
presencia de un hombre que no me había sido presentado. Me sorprendió aquel
soplo de juventud en medio de tantas personas de más de setenta. Cuando advertí que se acercaba a la mesa pensé
que pasaría de largo, sin embargo tomó asiento a mi lado. “Será porque somos
los únicos menores de cuarenta”, pensé tratando de justificar su actitud. Ni
bien pudo, empezó a buscar conversación. Conocía de sobra los avances del sexo
masculino y hasta me pareció entrever en sus palabras alguna intención oculta.
Me preguntó por qué escribía y contesté algo que ahora no recuerdo, lo primero
que me vino a la mente. Me miró confuso y prosiguió con total naturalidad como
si yo le hubiese dado pie para continuar con la charla.
Debió ser por mi colgante oriental (eso
deduje más tarde) que mencionó que había estado en la India. Me contó que era
un país de embeleso, aún en sus marcados contrastes. Me explicó, sin que yo se
lo pidiera (por supuesto), que hacía un par de años, antes de viajar, se había
querido poner en clima, y había leído algunas novelas de escritores antiguos y
contemporáneos de la India.
Me
pareció llamativo su comentario, pero no fue hasta después de un rato que me
percaté de que su aspecto me hacía acordar a alguien. Maldije mi memoria porque
aunque me parecía tan cercano, no podía dar con el nombre y la circunstancia
que me habían reunido con la persona a la que él me recordaba.
Terminado el plato principal, el soufflé
de miel y pasas proporcionó otro motivo para retomar el tema de la India. Trajo
a colación que los dulces de aquel país, rescataban los sabores de las frutas
secas y la suavidad de la miel, y dejaban un sabor aterciopelado en la boca. El
comentario me pareció deliberadamente sensual. Habló también de los atardeceres de Oriente, y
revivió en mí imágenes olvidadas.
En un descuido rozó mi mano con la
intención de pedirme que le alcanzara el azúcar para el café, su voz profunda
exhaló un “disculpáme” con toda la intención de quien lanza una red para
atrapar una sirena.
La noche fue agradable, después de la
primera impresión, agradecí no haber tenido que aportar aires juveniles a la reunión
como había hecho en otros momentos del pasado. Cuando ofreció acercarme a mi
casa, argumenté que ya tenía previsto un compromiso. Inventé que unos amigos me
aguardaban para tomar una copa en su departamento a unas pocas cuadras de la
confitería. La excusa me valió librarme del sujeto, quién sin embargo insistió en
intercambiar tarjetas para que nos pusiésemos en contacto para alcanzarme aquellas
novelas de las que había hablado.
Días más tarde, en el trajín de mis
tareas de escritora, me crucé con el encargado. Me contó que habían dejado unos
libros para mí. En aquel momento pensé que era un envío de mi editor y no le di
importancia. Cuando llegué al departamento el paquete quedó a un lado,
necesitaba darme una ducha después de tantas idas y venidas. No fue hasta la
noche que decidí abrirlo mientras tomaba un expresso
en la sala.
El envoltorio no correspondía a la
editorial, algo me hacía intuir que venían de Abril. Dos libros de exquisita encuadernación custodiaban
las novelas en francés. La nota adjunta decía que esperaba que algún día pudiéramos
reunirnos para comentar nuestras impresiones. La gentiliza me sorprendió y
recordé la promesa del compañero de cena. Sin embargo, lo que me dejó anonada
fue su nombre: Gabriel González Moya. No pude contener la risa, un poco por los
nervios, otro poco por lo insólito de la situación. Gabriel G. Moya era el personaje de una de mis
novelas inconclusas, uno de esos manuscritos que un escritor atesora para jugar
en los ratos libres. Recién en ese instante pude entender aquella familiaridad que había suscitado en mí.
Me sugestioné al principio, supuse que
aquel hombre había entrado furtivamente a mi casa y que había hurgado en los
estantes de mi biblioteca hasta dar con los apuntes de mi novela ambientada en
la India. Eso era imposible, nadie conocía mi nuevo domicilio y los pocos que
sabían de la existencia de la novela eran personas de absoluta confianza.
La sorpresa me hizo retomar mi novela.
Fue así como me sumergí en un viaje literario a la India. Historias de sultanes
y de harems, de mujeres sometidas y
hasta de genios maravillosos. Fui Sherezade
una vez más, fui bailarina exótica, fui guardia de palacio, fui príncipe, fui
ladrón de joyas.
La curiosidad pudo vencer mi
resistencia. Aquellos libros me hechizaron desde el comienzo. El interés iba
creciendo a medida que pasaban los capítulos. Empecé a leer la noche de un
lunes y mi entusiasmo no me abandonó hasta que habiéndolos terminado exhale un
profundo suspiro. No podía entender tanta generosidad, a pesar de ello, decidí
llamarlo por teléfono para agradecerle el envío y para contarle la coincidencia
de su nombre con el de mi personaje.
Cuando esperaba un comentario
sarcástico sobre mi estado mental, una carcajada estalló del otro lado del
tubo.
–– Recién me vengo a enterar de que me
conocías desde hace tanto tiempo ¡No sabía que tenía una vida paralela! Y
además escrita por una mujer tan interesante… –– dijo en tono cómplice.
Sus palabras dejaron en suspenso una
historia que aún hoy no ha terminado. La amistad que me une a Gabriel me hace
pensar que fue un gran acierto haberlo rescatado de las páginas de un
manuscrito dormido en mi biblioteca.
Ángela Xul
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