lunes, 21 de octubre de 2013

A la vuelta de la esquina


 
        La experiencia me decía que sería otra de esas noches de sonrisas diplomáticas y comentarios repetidos. La convocatoria de la editorial Abril me reunía cada septiembre con los dinosaurios de la literatura.

        La confitería Clásica y Moderna lucía sus galas de caireles y marquetería tras la última refacción. Me intrigó la presencia de un hombre que no me había sido presentado. Me sorprendió aquel soplo de juventud en medio de tantas personas de más de setenta.  Cuando advertí que se acercaba a la mesa pensé que pasaría de largo, sin embargo tomó asiento a mi lado. “Será porque somos los únicos menores de cuarenta”, pensé tratando de justificar su actitud. Ni bien pudo, empezó a buscar conversación. Conocía de sobra los avances del sexo masculino y hasta me pareció entrever en sus palabras alguna intención oculta. Me preguntó por qué escribía y contesté algo que ahora no recuerdo, lo primero que me vino a la mente. Me miró confuso y prosiguió con total naturalidad como si yo le hubiese dado pie para continuar con la charla.

        Debió ser por mi colgante oriental (eso deduje más tarde) que mencionó que había estado en la India. Me contó que era un país de embeleso, aún en sus marcados contrastes. Me explicó, sin que yo se lo pidiera (por supuesto), que hacía un par de años, antes de viajar, se había querido poner en clima, y había leído algunas novelas de escritores antiguos y contemporáneos de la India.

       Me pareció llamativo su comentario, pero no fue hasta después de un rato que me percaté de que su aspecto me hacía acordar a alguien. Maldije mi memoria porque aunque me parecía tan cercano, no podía dar con el nombre y la circunstancia que me habían reunido con la persona a la que él me recordaba.

       Terminado el plato principal, el soufflé de miel y pasas proporcionó otro motivo para retomar el tema de la India. Trajo a colación que los dulces de aquel país, rescataban los sabores de las frutas secas y la suavidad de la miel, y dejaban un sabor aterciopelado en la boca. El comentario me pareció deliberadamente sensual. Habló  también de los atardeceres de Oriente, y revivió en mí imágenes olvidadas.

          En un descuido rozó mi mano con la intención de pedirme que le alcanzara el azúcar para el café, su voz profunda exhaló un “disculpáme” con toda la intención de quien lanza una red para atrapar una sirena.

       La noche fue agradable, después de la primera impresión, agradecí no haber tenido que aportar aires juveniles a la reunión como había hecho en otros momentos del pasado. Cuando ofreció acercarme a mi casa, argumenté que ya tenía previsto un compromiso. Inventé que unos amigos me aguardaban para tomar una copa en su departamento a unas pocas cuadras de la confitería. La excusa me valió librarme del sujeto, quién sin embargo insistió en intercambiar tarjetas para que nos pusiésemos en contacto para alcanzarme aquellas novelas de las que había hablado.

        Días más tarde, en el trajín de mis tareas de escritora, me crucé con el encargado. Me contó que habían dejado unos libros para mí. En aquel momento pensé que era un envío de mi editor y no le di importancia. Cuando llegué al departamento el paquete quedó a un lado, necesitaba darme una ducha después de tantas idas y venidas. No fue hasta la noche que decidí abrirlo mientras tomaba un expresso en la sala.

      El envoltorio no correspondía a la editorial, algo me hacía intuir que venían de Abril.  Dos libros de exquisita encuadernación custodiaban las novelas en francés. La nota adjunta decía que esperaba que algún día pudiéramos reunirnos para comentar nuestras impresiones. La gentiliza me sorprendió y recordé la promesa del compañero de cena. Sin embargo, lo que me dejó anonada fue su nombre: Gabriel González Moya. No pude contener la risa, un poco por los nervios, otro poco por lo insólito de la situación.  Gabriel G. Moya era el personaje de una de mis novelas inconclusas, uno de esos manuscritos que un escritor atesora para jugar en los ratos libres. Recién en ese instante pude entender aquella familiaridad  que había suscitado en mí.

        Me sugestioné al principio, supuse que aquel hombre había entrado furtivamente a mi casa y que había hurgado en los estantes de mi biblioteca hasta dar con los apuntes de mi novela ambientada en la India. Eso era imposible, nadie conocía mi nuevo domicilio y los pocos que sabían de la existencia de la novela eran personas de absoluta confianza.

        La sorpresa me hizo retomar mi novela. Fue así como me sumergí en un viaje literario a la India. Historias de sultanes y de harems, de mujeres sometidas y hasta de genios maravillosos. Fui Sherezade una vez más, fui bailarina exótica, fui guardia de palacio, fui príncipe, fui ladrón de joyas.

         La curiosidad pudo vencer mi resistencia. Aquellos libros me hechizaron desde el comienzo. El interés iba creciendo a medida que pasaban los capítulos. Empecé a leer la noche de un lunes y mi entusiasmo no me abandonó hasta que habiéndolos terminado exhale un profundo suspiro. No podía entender tanta generosidad, a pesar de ello, decidí llamarlo por teléfono para agradecerle el envío y para contarle la coincidencia de su nombre con el de mi personaje.

         Cuando esperaba un comentario sarcástico sobre mi estado mental, una carcajada estalló del otro lado del tubo.

        –– Recién me vengo a enterar de que me conocías desde hace tanto tiempo ¡No sabía que tenía una vida paralela! Y además escrita por una mujer tan interesante… –– dijo en tono cómplice.

      Sus palabras dejaron en suspenso una historia que aún hoy no ha terminado. La amistad que me une a Gabriel me hace pensar que fue un gran acierto haberlo rescatado de las páginas de un manuscrito dormido en mi biblioteca.

 

Ángela Xul

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