Aportes Literarios



                                                                               "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos"                                                                                                                                                                                                                                                                              



                                                                                                            Cesare Pavese 

            En Roma, en el año 1707, se avecinaba un gélido invierno. La burguesía se preparaba para hacerle frente a las inclemencias del tiempo. Se apilaba la leña, se limpiaban las chimeneas y se trabajaba para proteger los jardines.
Lorenzo Balzatti, que era el propietario de la más hermosa villa del Trastevere, se había casado con la joven Cósima. A los cuarenta años depositaba en su bella  esposa, de veinte,  un amor apasionado. Pero su amor no era correspondido. Por eso  le preocupaba dejarla mucho tiempo sola cuando debía viajar para atender sus negocios.

             Aquel atardecer de septiembre el ánimo de Cósima tenía el color de los grises del paisaje que contemplaba desde su ventana. Se alejó del cortinaje, se dirigió a su tocador y tomó un manuscrito de tapa rústica, “La noche soñada” rezaba el títuloUn día que había ido con su doncella a la feria se lo había comprado a un joven que la miró con el agradecimiento reflejado en sus ojos renegridos.

Se recostó en la cama. La lectura la dispersaba de su tedio. Ensimismada, no oyó los primeros sonidos que procedían de la chimenea.

Un ruido seco y contundente irrumpió en su recámara. Levantó la mirada. Pudo ver una forma oscura sobre la alfombra al lado del hogar de su cuarto. A sus oídos sorprendidos llegaron una serie de improperios.

La silueta se sacudía el tizne. Cuando la figura bajo las cenizas se dio cuenta de la presencia de Cósima comenzó a pararse con lentitud. Lejos de gritar como era de esperar, la joven sintió que ahogaba la risa tras las fundas bordadas.

––Perdón señora… perdón… no era mi propósito aparecer de esta manera… es que estos endiablados… malditos… atuendos se engancharon en un clavo del tubo de la chimenea.

Podía descubrir bajo las calzas muslos como troncos de árbol. Sin decir palabra, Cósima se levantó. Se dirigió a su tocadorllenó la jofaina con la jarra de porcelana y  de uno de sus cajones extrajo un pañuelo de lino. Humedeció la tela y se acercó con sigilo al visitante inesperado. Sus formas delicadas se trasparentaban a contraluz, su cabellera cayendo sobre su espalda la mostraba en toda su plenitud como una diosa escapada de alguna leyenda.

 ––Soy Federico, deshollinador como mi padre y el padre de mi padre.

La joven se acercó y con suma delicadeza fue descubriendo bajo el tizne un rostro de facciones fuertes, unos ojos renegridos.

––No hace falta señora… no se moleste, necesito irme –– y su voz tembló de deseo.

––Shhh… ahora no, tienes que quedarte. No puedo dejar que seas visto por la servidumbre. Mi doncella está de viaje, su madre está enferma y partió esta mañana, pero la cocinera y la mucama aún no han terminado sus labores. Espera a que anochezca. Sería muy imprudente que te vieran salir. Imagínate las murmuraciones en el pueblo.

La joven se alejó para ver el resultado de su trabajo. Estaba sorprendida, frente a sus ojos se dibujaban las facciones del joven de la feria.

––Déjeme, señora, yo me ocupo…

––Llámame Cósima –– hace mucho que “señora de Balzatti” reemplazó mi nombre. Mi marido no está casi nunca en casa. Viaja mucho.

––Pero lo que usted me pide es imposible, yo un simple deshollinador, usted toda una señora, no puedo, no corresponde.

––Allá tú Federico, si casi tenemos la misma edad o ¿no? Veinte…veintiuno…    

––Veintidós años, Cósima –– se animó a decir.

––Así está mejor. No puedes irte hasta dentro de un par de horas. Cuando el camino no está transitado podrás salir.

La cercanía de los cuerpos despertó en ellos un deseo irrefrenable.

Cuando el reloj de la iglesia dio la última campanada de las nueve de la noche se dirigieron a la sala. Un gran ventanal dejaba al descubierto un hermoso jardín. Su marido había traído especialistas de Francia para construir un encantador lago artificial. Junto a él, una pequeña construcción guardaba las herramientas para el cuidado del parque.  

––Nos veremos allí mañana a esta misma hora –– dijo Cósima esperanzada, mientras señalaba el cobertizo  cerca del espejo de agua.

Los ojos renegridos  de Federico resplandecieron.

––Nos vemos, entonces–– aseveró el joven y el corazón de la muchacha se ensanchó como queriendo salir de su pecho.

Las dudas comenzaron a atormentarla; sin embargo su deseo fue más fuerte. A la hora pautada se encaminó hacia el lago. Una figura conocida salió de entre las sombras, ella aceleró el paso. Al ver que los brazos se extendían para recibirla corrió aún más. Federico llevaba puesta su ropa de domingo, un sencillo pantalón de tela y una camisa blanca que le quedaba un tanto estrecha. No eran muchas las ocasiones que tenía para lucir de esa manera.

Las noches se sucedieron, los encuentros amorosos unieron aún más a la pareja de amantes. Los días volaron. No había noticias del dueño de casa. Cósima pensó que quizás sería una de esas veces en que se ausentaba por un par de semanas. Pronto descuidó sus horarios. Amanecía recostada en el cuarto de enseres con la visión maravillosa del rostro dormido de Federico. No cabía en su cuerpo tanta felicidad. Cósima manaba plenitud.

La servidumbre estaba de franco una tarde por semana. Era consciente del riesgo pero aun así, había elucubrado un plan para que Federico y ella pasaran el día juntos en la casa a puertas cerradas. El ventanal de la sala estaría sin llave y ella lo aguardaría en su cuarto.

Aquel día amaneció lluvioso, quizás una premonición. Los jóvenes amantes estaban en la recámara perdidos en la pasión. El encuentro soñado por semanas tendría un final repentino. La pesada puerta de entrada chirrió en la planta baja, los truenos ocultaron el anuncio de la llegada del señor Balzatti. El hombre dejó su abrigo empapado en el perchero de la entrada. Cuando se dirigía a su escritorio para servirse una copa de cognac le pareció escuchar risas. Siguió su camino con la idea de que era solo su imaginación. Se acercó a la sala, los leños ardían en la chimenea, “un descuido de la servidumbre”, pensó.

 De pronto la puerta del ventanal se abrió con violencia. El hombre se sobresaltó, dejó a un lado la copa y aceleró su paso para cerrarla. Fue ahí cuando una voz masculina lo alertó. En un rapto de silencio, la tormenta traicionó a Federico. El señor Balzatti volvió a su escritorio y tomó su arma. Su furia crecía, las voces parecían multiplicarse por la casa. Cada peldaño de la escalera lo acercaba más a la verdad. Los sonidos del instante de placer compartido anunciaban el encuentro de los amantes. Abrió la puerta del cuarto de su esposa. Lo que vio, le quitó el aliento: los cuerpos desnudos, el desorden en la habitación. Sus ojos furiosos se clavaron en los de la mujer que enredaba con sus brazos la silueta del joven.

No hubo tiempo para un lamento, ni siquiera una súplica. Dejó escapar un aullido casi animal. Golpeado por la traición, bajó a zancadas las escaleras de la casona y salió al parque. Corrió la distancia que lo separaba del lago. Cegado por el sufrimiento, caminó hacia aquel espejo roto por la tormenta. Sus lágrimas se confundieron entonces con el agua verdosa. Un disparo atravesó la noche. El lago engulló su cuerpo. Un profundo silencio selló su muerte.


                                                             Guillermina Bedners – Olga Sabatini

 2014

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