domingo, 8 de julio de 2012

La ultima tentación


      Hay quienes argumentan que mis dichos son falsos. Otros, que un mal de la mente me tiene cautivo. Otros sugieren que formo parte de un complot. Es tal la insistencia sobre mi falta de cordura que me siento obligado a dejar testimonio escrito de los sucesos acaecidos. Se cierne sobre mí el fantasma del encierro. Mientras tenga el aliento y la voluntad necesarios. Mientras la libertad que me dan las palabras me permita dejar esta advertencia, haré un esfuerzo sobrehumano. Sin embargo entre la vida y la muerte hay una instancia decisiva.
      Una tarde deambulaba por el bosque próximo a la villa donde crecí, y me alejé demasiado. Cuando se acercaba el atardecer di con una vetusta construcción perdida entre follaje y arbustos espinosos. A pesar de que todavía había cierta claridad, decidí que pasaría la noche allí. Entré por un hueco en un miro lindero
      Comencé mi exploración munido de un farol que encontré en lo que parecía un claustro. Un sonido distante me condujo a un espacio alejado de los salones principales. Los techos carcomidos, las paredes cubiertas de musgo me acompañaron hasta que aquel eco devino un cántico ceremonial.
El ventanuco de una celda trancada por dentro dejaba escapar una plegaria indescifrable. Tuve que forzar la cerradura para entrar. Frente a una mesa de madera raída, la figura casi fantasmal de un monje llamó la atención. Sumergido en sus meditaciones pareció no advertir mi presencia. Su rostro llevaba escrito como en un arcaico pergamino un mensaje que en ese momento no supe dilucidar.
       El hombre de edad indefinida levantó la mirada, y sin más comenzó un relato que revivo como pesadilla noche tras noches:
      –– Un atardecer cuando volvía al monasterio me deslumbró un objeto que yacía semienterrado por la maleza. La luminosidad del hallazgo me hizo abandonar mis cavilaciones y me impulsó a rescatar el motivo de mi curiosidad de entre la espesura. Primero vislumbré un sello a modo de candado que dejaba ver un ideograma de extraños símbolos jamás vistos por mis ojos conocedores de jeroglíficos Tentado por la intriga cavé sin descanso hasta que mis manos sangraron.
Tras el sello, una tapa trozo de cuero desgastado. Había hallado un libro que, por su sello oriental, debía datar de varios milenios atrás. Me senté bajo un árbol para escrudiñar mi descubrimiento misterioso. Una suerte de magnetismo mantenía mi mirada cautiva. Resolví dejarlo en su escondrijo, me pareció lo más prudente.
       Mientras regresaba sentí que el peso del cuerpo me abrumaba, lo atribuí al cansancio. Como persistía la sensación se me ocurrió echar un vistazo a mi alforja. Allí estaba el ejemplar, ya era tarde para desandar camino. Debería esconderlo en el monasterio hasta que supiese qué hacer con él.
       Aunque me carcomía el deseo de descubrir sus secretos, pergeñé una estrategia. Una oración que me había sido transmitida en los primeros tiempos a modo de exorcismo sería mi defensa.
Nunca pensé que mi osadía recaería con tanta furia sobre la comunidad.
        Era de noche cuando llegué, el tiempo había transcurrido sin que yo tomara conciencia. La puerta de acceso, que permanecía abierta durante el día para  los peregrinos y visitantes, tenía puesto el cerrojo. Caminé bordeando el muro, la portezuela de la granja estaba entornada. Debía estar siempre con cerrojo o los lobos entrarían a arrebatar las aves de corral que criábamos para nuestro sustento.
       Temía ser descubierto, era uno de los monjes más jóvenes de la congregación y había reglas estrictas sobre mis salidas. Recorrí los pasillos con la actitud de una sombra. Entre en la cocina. En caso de que me descubriesen podría alegar que había ido por un vaso de agua.
       Espere unos instantes, crucé el jardín del claustro. La cabeza cubierta por mi capucha, las piernas trémulas y el aliento entrecortado. Mis manos torpes giraron el balancín de la puerta de la biblioteca. Un chirrido quebró la quietud. Una puerta crujió. El hermano cocinero se asomó, me oculté en un ángulo oscuro y aguardé. Cuando advertí que había vuelto a recluirse aceleré mis pasos. Ya en el interior de la biblioteca fui decidido a un estante bajo, un lugar inaccesible cuando los huesos no son aptos para tales hazañas.
       Al sacar el libro de mi alforja sentí que tocaba brasas encendidas, un dolor inesperado trepó por mis manos y caló mis huesos. Intensifiqué mis rezos. A pesar del incidente, volví a intentarlo, me pareció cargar el peso de una mula. A duras penas lo apoyé en el estante y lo empujé con extrema dificultad hacia el fondo. Reacomodé los libros que había quitado y me alejé.
      El cuerpo me agobiaba, me sentía débil. Los nervios y el miedo a ser descubierto me habían dejado exhausto. Al notar que clareaba la madrugada me lance presuroso a mi celda. Pensaba que había resuelto el problema, y sabía que aun me quedaba una hora de sueño. Más descansado sabría qué hacer. Las señales recibidas me daban la pauta de que un poder oscuro habitaba entre esas páginas.
      El sonido del anuncio a las oraciones matutinas me pareció un tañido lejano, un repique desdibujado por la duermevela. Unos golpes potentes me despabilaron. Me vestí con prisa. Entre salto y salto me calcé las sandalias en el camino. El abad se me acercó y atribuyó mi aspecto demacrado a la mala alimentación. Era muy flaco para mi edad y mis músculos estaban desdibujados por el hábito de color marrón.
      Luego del almuerzo pasé por mi cuarto, y descubrí mi alforja caída a un costado del camastro. Estaba seguro de haberla dejado sobre la mesa. El libro asomaba debajo de la tapa. Quedé desconcertado. El siniestro códice parecía llamarme. Lo abrí con temor y excitación. No pude evitar leer. Aquellas páginas camaleónicas desataron en mí una batalla feroz… La epopeya heroica de un guerrero, la lírica desenfrenada de un amor prohibido, las confesiones pudorosas de una adolescente, la historia truculenta de un asesino, las alabanzas a un rey del medioevo. Todo tendía a desvanecerse como mensajes escritos en la orilla del mar. Los relatos se desgranaban en palabras sueltas como hojas a merced del viento de otoño. Cabalga la muerte… aliento de centurias… destino macabro… Cielo… sol… amor… niña…
      Después de tan ingrato descubrimiento sentí que, como un tempano, el libro helaba mis manos. La caligrafía comenzaba clara pero iba mutando hasta desdibujar los caracteres del alfabeto. Pero instantes después las letras renacían en una nueva historia, adoptaban trazos más femeninos, o más aniñados quizás. Otras veces reflejaban una escritura como cincelada en piedra de tintes más varoniles. Intuí que aquella aberración devoraba hasta el último aliento de quién osare dejar huella en sus páginas. En esos instantes de duda, pluma se materializó frente a mí. Intensifique mis plegarias, no podía ceder. La decisión final de dedicarme solo a la lectura es lo que hoy me permite estar aquí.
       Pasé el resto de la jornada muy inquieto. Aunque no había evidencia de quemadura, el ardor persistía en mis palmas, se me caían las cosas de las manos. Esa misma tarde tomé el libro y lo escondí en mis ropas, entonces me dirigí a la granja con la excusa de alcanzar unos víveres al cocinero. Cerca del granero hallé el escondite perfecto, un hueco en el muro y coloqué unas pesadas rocas para evitar que alguien descubriera mi hallazgo.
        A la hora de dormir caí rendido y tuve sueños extraños. La idea de que existiera embrujo tan tenebroso irrumpía en mis sueños. Así fue como vislumbré entre nebulosas oníricas huellas de los personajes de las distintas caligrafías. Una capelina de tul, luego una espada antigua, más adelante un echarpe de seda, bajo un arbusto una pipa que aún humeaba y una muñeca de trapo sobre una roca.
        La mañana siguiente intenté escabullirme, necesitaba salir de aquellos muros. Me ofrecí para ir al mercado para vender nuestros productos. Pero mis ojeras lucían el color de la noche más cerrada, el abad sonrió agradecido pero rechazó mi oferta.
        Pasado el almuerzo me oculté tras un cerco esperando la ocasión de huir. Pero el hermano administrador que paseaba por allí me descubrió y tuve que retornar a mis faenas.
        Esa noche volví a mi celda resignado. Entonces las pesadillas se hicieron más intensas. Vi al hermano jardinero hurgando en el muro, vi como su semblante se tornaba incandescente, vi el frenesí en su pulso tembloroso. Lo vi joven y vivaz por unos momentos, luego enjuto y consumido.
Me desperté alucinando, mis sienes estaban calientes. Intenté incorporarme pero una fuerza descomunal me desplomó sobre el lecho. Hacia el mediodía un bullicio sospechoso me despertó. Me asomé a la puerta. Los monjes corrían de un lado a otro dejando escapar frases entrecortadas, el hermano jardinero…  lo hemos buscado por doquier…  ha desaparecido…
         Un aullido de terror llegó desde la zona de la huerta, retumbó en los muros, e hizo vibrar los vitrales de la capilla. Con mucho esfuerzo entorné la puerta, un hermano que regresaba del lugar me contó que el jardinero estaba muerto y que una luminosidad siniestra centelleaba en sus ojos desorbitados.
        Ante semejante revelación mis huesos crujieron y de la fiebre pasé a sufrir escalofríos de una magnitud tal que hasta oí mis dientes como castañuelas. Me abatió la culpa con su pesado manto. Había cometido un error fatal al haber creído que el influjo del libro solo pendía sobre mi pellejo.
        Aunque me costase la vida ese mismo anochecer intentaría alejar el libro del monasterio. Quizás lo fuera a despeñar por un acantilado, o lo quemase en una hoguera. Debía vulnerar aquel poder que estaba sembrando la muerte entre nosotros. Un rastro luminoso me señaló el hueco en el muro. Pero el libro había desaparecido.
       Al día siguiente, al llegar la hora de la cena. La mesa desierta del comedor, los platos apilados, las soperas vacías fueron el anuncio de una nueva tribulación. Así fue como se sumó el hermano cocinero. Al atardecer de la tercera jornada la argolla de metal del conserje que reunía todas y cada una de las llaves del monasterio fue hallada sin su dueño en un rincón de la portería.
        El abad estaba consternado. Estábamos bajo su responsabilidad. Ordenó entonces que permaneciéramos de a pares. La calma duró un par de días. El hermano administrador, preocupado por las finanzas del convento había trabajado hasta tarde, su compañero se había quedado dormido. En el escritorio, el tintero volcado sobre los papeles comunicaba otra terrible noticia.
        Cuando solo quedaba yo con vida, decidí refugiarme en la capilla, creía que allí estaría a salvo. Había aprendido a vencer el influjo de aquel engendro del mal. Sin embargo, por el frio y el agotamiento me vi forzado a encerrarme en esta celda.
       Te he esperado por siglos. Has llegado. Ya puedo partir… Tras estas palabras su piel se tornó traslúcida, su aliento se volvió suspiro. La muerte cerraba sus ojos con un manto de serenidad.

        Estuve tentado de acercarme al rincón en que relampagueaba una extraña claridad. Me alejé despavorido. Corrí sin descanso los kilómetros que me separaban del pueblo como quien huye de la peste. Entré en mi morada casi sin aliento. Había arrancado de las manos del anciano una de las hojas del libro. Pasé días hasta darme cuenta de que el libro estaba en mi poder. Pero la plegaria me protegería. Había memorizado el texto. Eso me ha posibilitado llegar a usted, Señor Alguacil. Mis días están contados, mis fuerzas devastadas. No he podido deshacerme del libro, solo he atinado a encerrarlo bajo siete cerrojos en este cofre que ahora le entrego. Necesito que usted proteja al pueblo de esta aberración. Pude ver al funcionario tomar el cofre en sus manos y depositarlo en el suelo.         
        Observé como dos hojas abatidas por el tiempo se deslizaban hacia un ángulo sombrío del despacho. Fui testigo de que un movimiento extraño sacudía el pequeño baúl. Vi como las cenizas de la plegaria carbonizada en el hogar volaban por la ventana como queriendo huir de la desgracia.
        No sé que fue del libro,

        Junto al cadáver momificado de un hombre de tiempos inciertos se ha encontrado el siguiente texto:
“Quizás en el futuro algún lector ingenuo sucumba a la tentación de leer este relato
 que yacía abandonado bajo un antiguo libro en un pueblo desierto”.


                                                                                                    Lou Massimino
                                                                                                                      2012

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