viernes, 15 de junio de 2012

Homenaje a una partida


Homenaje a Carlos Fuentes
Lou 2004
   

Ocaso

     Se miró al espejo. Vio los surcos de los años vividos con intensidad. Sintió cada hueso, cada músculo después de una ardua jornada. Todavía le gustaba supervisar el campo personalmente; aunque ya había delegado esas funciones en sus hijos. Disfrutaba recibir el cariño de los que lo habían servido en la hacienda por ser un patrón justo y bondadoso.
     Esa mañana en especial se había tomado el tiempo para estar un ratito con cada uno de sus más antiguos colaboradores. Había impartido consejos, había dado órdenes. Don Enrique se estaba despidiendo y ni él mismo lo sabía. Se le ocurrió a la vieja Clotilde cuando lo vio asomar en su choza. Aquella imagen empequeñecida contrastaba con la del mozo enérgico y seductor que la consultaba por sus problemas de dinero; porque la Clotilde era ducha para tirar las cartas, hablaba del futuro como poseída por algún espíritu sabio.
      Ella intuyó que en esa visita, el hombre sólo quería conversar de tiempos idos, para rescatar, quizás, del pasado, al hijo muerto y a la primera esposa que se fue con él. La anciana los había conocido, pues la gurisa era una muchacha de tierra adentro, con el cabello del color del humus y los dientes como el alabastro. Ella había muerto de tristeza cuando el pequeño se fue tras una agónica enfermedad. Paloma, la mujer, Santiago, el niño perdido, habían dejado en la mente y en el corazón del estanciero un recuerdo indeleble. La charla de ambos viejos giró en torno a la vida después de la muerte, del reencuentro con los que han dejado este mundo primero. Cuando el patrón se despidió los labios de la mujer se fruncieron en un gesto de congoja.
      Al mediodía reunió a sus hijos en el almuerzo y les comunicó lo que más tarde entenderían como su última voluntad.
      –– Manténganse unidos… se avecinan tiempos difíciles…
      Luego durmió una larga siesta. Un prolongado silencio lo acompañó en el sillón de caña de la galería. Los árboles, apenas movidos por la brisa vespertina, parecieron saludarlo con sus ramas. Una bandada de pájaros hizo dibujos en el cielo. Los ojos transparentes del anciano acapararon el inconmensurable atardecer hasta que una pequeña luna hizo su precoz aparición en el firmamento. Fue entonces cuando se levantó y se dirigió a su habitación. Frente al reflejo que le devolvía la superficie brillante, Don Enrique sintió que ya no había preguntas sin respuestas, que todo había sido hecho. Se recostó en su cama, y se dejó conducir a las tierras siempre verdes, dónde habitaría con los seres que nunca pudo olvidar.

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