viernes, 29 de junio de 2012

El postre de menta


      La mujer de pie mira por el gran ventanal desde lo alto. Es de noche. A lo lejos brillan una multitud de luces encuadradas.
      Piensa, “qué habrá, quiénes habitarán esos espacios iluminados por tantos brillos, sería divertido merodear un poco”.
      Su imagen se refleja en el vidrio como si fuera un espejo, y de pronto siente que sale al espacio oscuro. Va de un lado a otro.
      En un dormitorio espacioso, una cama revuelta en la que el amor-pasión se desenvuelve sin atajos. Risas, murmullos, caricias, suspiros entrecortados, movimientos leves, por momentos frenéticos. El clímax se alcanza. Quedan extenuados.
      El sueño llega y los dos se duermen. La mujer hermosa, abundante de toda abundancia, se acurruca satisfecha. El leve parpadeo de sus ojos cerrados indica que sueña.
      ¡Qué envidia!, se lamenta ¿Cómo hacer para que “su” hombre aburrido e indiferente, actúe y sienta como ese joven vital,  de brazos torneados, y belleza exótica que espió por la ventana?
      La trama empieza a tejerse, el azul es un hermoso color para avivar el fuego aunque delataría la intención. Elegir el momento adecuado podría ser un problema.
      
      Aquella noche la mujer preparó una mousse de licor de menta y chocolate, el preferido de su esposo. En una porción disolvió dos pastillas azulinas que pasaban inadvertidas.
      Cenaron. como siempre su marido estaba “¡tan cansado!” que se fue a acostar, entonces ella le llevó a la cama el postre en una bandeja mientras él miraba absorto un partido de fútbol.
      Entre chácharas y puteadas por los goles perdidos, lo fue saboreando mientras festejaba la feliz idea del postre en cuestión... El televisor estuvo a todo volumen hasta que finalizó el partido.
      Mientras tanto ella se “producía”,  se ponía su mejor camisón transparente, se colocaba detrás de cada oreja y en sus muñecas unas gotas de “Opium”, su perfume predilecto.
     Al salir del vestidor se parecía a la “abundante de toda abundancia” pero con unos kilos más puestos de “regalo”. Su hombre no dijo palabra, tenía los ojos cerrados, su brazo caía hacia el borde de la cama. Lucía ese tipo de rigidez que nunca hubiera imaginado..
           
 
Raquel Guerra
                 2011

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