viernes, 23 de octubre de 2015

Mendicante

                    No nos une el amor, sino el espanto
                                                         Jorge Luis Borges

 
 Aida es una joven ingenua. Trabaja en una sombrerería como aprendiz. Aún no ha cumplido los dieciocho años. Cose adornos en los fieltros, pone cintas con flores hechas de seda en las capelinas. Aida borda ilusiones en su adolescencia solitaria.

Julio Del Carril trabaja en el bufete de abogados de su padre. Un empleo honorable para una juventud dispersa e irresponsable.

–– ¡Estudia o trabaja! –– le había dicho Don Heriberto cuando vio al tarambana de su hijo no tomar un rumbo serio en su vida.

Trabajo decidió Julio. Tendría dinero para timba en el Belgrano Social y noches de juerga con sus amigotes. Aida es muy responsable, el trabajo se lo consiguió una costurera del conventillo a la que ayudaba. Le vio cualidades en “La París” y la presentó.

La muchacha se destaca por su dedicación al trabajo, debe poder mantenerse sola, vino del exterior a trabajar de sirvienta a los 14 años pero cuando tuvo la oportunidad se fue para el conventillo. Allí comparte pieza con otras chicas venidas de distintas provincias. Su jefa, doña Antonia le enseña con dedicación porque sabe que la muchacha tiene futuro, zurce si hace falta, tiene buen gusto para armar flores de cintas y tules y además tiene buena presencia. Fundamental para llevarla con ella cuando alguna cliente va a encargar un sombrero.

Clarisa Nogales Del Carril es una de las mejores clientas de la sombrerería, siempre actualizada por las revistas de moda que hace traer de Europa, exige atención exclusiva. Los trabajos delicados los hace Antonia personalmente, las terminaciones se las da a Aida.

El destino borda con hilos de seda a la vista y de algodón en las entretelas.

Es jueves, las amigas han convencido a Aida para que las acompañe a un baile en lo de la charrúa. La negra Ochoa se cruzó el charco acompañada de un matón, ahora es viuda. El finado que era contrabandista le dejo plata para acondicionar un galpón para hacer bailongos.

En los arrabales es famosa por su dureza y su coraje. Se abrió paso entre malevos cuando abrió el galpón y después de emborracharse intentaban trabarse a los cuchillazos. Desde que la Ochoa se puso fiera, nadie joroba, todos se mantienen a raya. Su fama trascendió, los Señoritos de los barrios caros han encontrado allí un lugar seguro para sus andanzas.

La insistencia vence el pudor y Aida se pone el vestido ceñido de pequeñas rayitas rojas que le prestó una de las chicas, y acepta gustosa que la maquillen. Su cabello negro reluce por un tratamiento casero que le han hecho. Se mira al espejo y no puede creer lo que ve, su figura se luce, sus rasgos se afinan.

–– ¡Estás hecha un figurín! –– le dice Rosaura.

––¡¡Esta es tu noche!! –– susurra Norma, la modista.

Salen temprano, no sea que se crucen con los malandras que rondan los arrabales como perros hambrientos. Las luces tenues de los faroles han comenzado a encenderse, aún hay luz en las calles, clarea un atardecer en retirada.

“Damas gratis” dice un cartel con firuletes en la entrada al galpón. Vuelan los banderines y las luces de colores de las lamparitas centellean. Aida esta fascinada. Un mundo cautivante se abre ante sus ojos. Las muchachas se ven lindas a lo lejos y los colores de sus atuendos dan alegría a la ambiente.

La negra se ve feliz, se rumorea que unos muchachos de clase alta se darán una vuelta esa noche.

Rumor de motores chispeantes, risotadas de muchachones lustrosos. La puerta se ilumina con las cabelleras engominadas y los trajes de alpaca de seda. Pañuelos en el bolsillo izquierdo, timbos que brillan como estrellitas navideñas. Balanceo de cuerpos fornidos por el remo y las gimnasia en los clubes del centro.

Parloteo altisonante para anunciar la llegada de los galanes que vienen por todo. La mesa junto a la pista, un: “yo pago la primera vuelta” y la moza que se acerca con su bandeja de hojalata y levanta el pedido de cinco grapas.

–– ¡Esta noche es la mía!–– anuncia Julio mientras se acomoda la rosa color sangre que lleva en el ojal de la solapa.

Todos ríen.

–– ¡No te hagas el gallito!

–– ¡No hace falta que te agrandes, chiquilín! –– le dice el amigote  que casi llega a los treinta.

–– ¡Dale, Julito que sos como almíbar para las mujeres!

Todos ríen y las risas llegan a la mesa del fondo donde se sentaron las chicas de San Telmo. Las miradas brillantes, el entusiasmo en sus cuerpos que huelen a jabón de tocador. Ese que compraron, ese caro con aroma a rosas y que todas usaron a falta de perfume.

Aida parece hipnotizada, su corazón vuela hacia el joven de la rosa en el ojal, husmea su perfume, acaricia la fina tela de su traje sedoso.

Las muchachas la miran

–– ¿Y a esta pavota que bicho le picó?

––¡¡Mira si hasta parece embrujada, con esos ojos perdidos como de perro callejero!!

Las chicas toman granadina, alcohol, no dice la mayor. El alcohol nubla la mente y tienen que estar alertas, cualquier descuido les cambia la suerte. Pero ya es tarde Aida esta ebria por esos ojos que centellean al atravesar la pista, ebria de esa sonrisa que inunda con su luz el rincón en penumbras que eligieron.

La figura de traje le susurra al oído:

–– ¿Me acompaña esta pieza, señorita?–– y la voz la embruja y la transporta a la pista sin tocar el piso siquiera.

“Señorita”, nunca la han llamado así, chiquita, che piba, ¡eh, vos!

El vestido de rayitas parece estallar el pecho de Aida se inflama de emoción, le falta el aire pero debe apurarse, el paso el hombre de piernas larguísimas alarga la distancia entre ellos. Va hacia la pista, no quiere perderle el rastro, aunque si quisiera no podría su altura supera las otras.

La orquesta arremete con “Cambalache”. Los acordes hacen relampaguear las luces de “lo de Ochoa”. Los cuerpos de Aida y julio se funden en un dos por cuatro. El brazo masculino en su cintura parece una serpiente reteniendo a su presa. Aida siente fuego en sus entrañas, el aire se le hace espeso entre la excitación y la proximidad de sus cuerpos. Sus dieciocho vírgenes años desconocen el deseo carnal. Las telenovelas que oye en la radio no le dejan imágenes mentales más allá de las conocidas. Emociones inocentes, batir de corazones jóvenes.

Pero esto es distinto, un lazo invisible los mantiene atados, se suceden las piezas una tras otra, no hay tregua para el calor de los cuerpos. Una presencia nueva se ha instalado entre ellos y no es el cinturón de Julio, una presencia que urge, que grita lujuria. Cada corte, cada quebrada, cada movimiento los va alejando de la pista.

Julio que se considera un especialista en la seducción está fuera de sí. La arrastra a un lugar oscuro tras unas cortinas raídas. La besa con desesperación como si fuese a devorar sus senos a llegar hasta su corazón. Aida esta petrificada, la nueva sensación la tiene poseída, se desabrocha los botones de la falda, ladea la cabeza para que el siga el recorrido de su cuello. El vestido se desarma, el cinturón se desabrocha, la piel expuesta.

La aprendiz de costurera amanece tarde, tarde para llegar a su trabajo en la sombrerería. Tarde, ya es muy tarde…

Julio Del Carril entra al hall del bufete con aires de mal dormido y restos de alcohol en sus venas. Sonríe. Su padre lo ve pasar rumbo a su escritorio. “Noche de juerga. ¿Quién pudiera?”.

Pasan los días, los meses se arrastran. El vientre de Aida muestra una leve hinchazón.

––Tomate unos amargos, largá el azúcar y los bizcochitos de grasa le dice una de las muchachas

Pero su compañera de cuarto la ha oído, aprisionado el llanto con la almohada noches tras noche. La ha visto en camisón. La falda ya no cierra, las blusas se ciñen sobre sus pechos.

––¡Estás preñada, gurisa!

––Mañana mismo te llevamos a lo de la Mirta…

––Listo, queda decidido, por los gastos no te preocupes, ya después veremos.

––¡¡No!!–– se defiende Aida–– este bebe es lo único propio que tengo, nadie me lo va arrebatar.

––Pero, ¡¡petisa entendé, te estas jodiendo la vida!!

––No seas cruel, Herminia. Un hijo es una bendición––acota Nora, su compañera de cuarto.

–– ¿Lo decís por experiencia? Tu crio está en el norte…

Ante tanto alboroto nadie nota que Aida se ha ido. Vaga por las calles sin rumbo fijo. No tiene familia a quien enviarle la criatura, no tiene madre, no conoció a su padre. Pero su bebe crecerá fuerte y sano y tendrá a una madre que lo cuidara como a una joya.

El vientre crece hasta que ya no se puede ocultar lo que sucede, en el conventillo el cotilleo de las viejas es como el zumbido de las abejas. La sola presencia de Aida en el patio despierta miradas dormidas sobre una tabla de lavar. La mano abandona el delantal blanco que cose los destrozos de un picadito en el potrero. Los dedos de los vecinos de la casa de al lado tamborilean sobre la puerta de hierro. Aida baja la mirada y camina.

 Se rumorea que el padre es un compadrito de los arrabales, uno al que llaman “El tuerto” porque tiene una cicatriz sobre el ojo izquierdo que casi le cuesta un ojo. Nadie sabe que anda tras la Rosaura.

––Es mío, solo mío, no hay padre y nunca lo habrá–– grita cuando alguien le hace alguna pregunta desubicada.

Aquel desconocido que dijo llamarse Julio y que casi no oyó su nombre cuando le preguntó, está perdido en las tinieblas del pasado.

Ha perdido el trabajo, la evidencia de su pecado atenta contra la moral de la tienda. Sus clientes son respetables y no tolerarían semejante desatino. Las muchachas le pasan comida cuando pueden, Rosaura le banca el alquiler del cuarto. Aida ayuda a la costurera del conventillo cuando tiene algún trabajito que no llega a hacer. Lava ropa para los vecinos que la quieren, muchos le han retirado el saludo.

Su vida se va tiñendo de gris, solo la esperanza de ver esa carita sonriente que se forma en su cuerpo la ilusiona.

Dolores de parto, corridas, sangre a raudales, Aida palidece. Doña Mirta se desvive por sacar al niño del vientre de su madre. Esta enredado en el cordón. Le ha pasado con alguna otra muchacha, pero está preocupada, Aida está débil. Maniobras extremas, lucha entre la vida que nace y la muerte que sobrevuela a la pobre madre. Tras el forcejeo nace un hermoso varón de tez clara como la leche y ojos azul profundo como su padre. Aida sobrevivirá, pero las muchachas deben acompañarla y ayudarle con la criatura.

 Todos en el conventillo están fascinados con el bebe regordete que contrasta con la flacura casi extrema de su madre. Pero la situación se pone crítica, ya no puede ayudarse lavando ropa, ni limpiando la casa de los vecinos de enfrente. No le dan las fuerzas. Ha ido ganando peso pero se alimenta mal. Benito se le lleva la vida en cada mamada. Las vecinas le regalan leche y pan fresco, ocasionalmente comparten la escasa comida que tienen en sus casa. Son gente de trabajo, nada les sobra.

 Cada mañana Aida empieza su peregrinar a plaza San Martin. La espera la escalinata de la Iglesia del Santísimo que hace nido para su retoño.

Cada día que pasa su mano reclama ayuda a los paseantes y a las mujeres de misa diaria. No pueden darle más que unas monedas y unos mendrugos cada tanto. El cura de la Iglesia la ha echado varias veces. Su imagen desmerece la entrada de rejas trabajadas y la escalinata se afea con su presencia andrajosa.

Aida insiste, pero termina en el umbral de un almacén que ha cerrado sus puertas. Apoyada en la puerta de tijera descansa su humanidad a la espera de una dádiva. Pasa el tiempo el bebe ha crecido. Sus ojos azulinos parecen dos zafiros.

Es jueves, entre la multitud que puebla la calle atisba una figura a lo lejos, una figura del montón en apariencia. Hay oficinas en la zona, podría ser cualquiera. Aparece y desaparece entre la gente pero sigue avanzando. Su porte alto, su impecable corbata de seda que apenas asoma en su traje de alpaca.

La figura bambolea su cuerpo como si bailara un tango. Es Julio, Aida lo reconoce aunque aún falta media cuadra para que llegue hasta ella. Benito también intuye la presencia de la sangre que los une. Aida se cubre, agacha la cabeza y extiende la mano. Como en un acto reflejo intenta ocultar el rostro. 

Aunque su aspecto deprimente y la delgadez de su cuerpo malherido hacen de disfraz macabro. Benito llora con angustia, Aida no sabe cómo calmarlo. Benito siente la presencia conocida y llora aún más fuerte como reclamando justicia. Aida lo aprieta contra su cuerpo pero sus ojitos como zafiros, brillan por el llanto, su cara se enrojece. El berrinche del bebe hace que Julio se detenga, fue vano el esfuerzo de Aida para que él no la notara.

 Julio está de pie frente a su figura enjuta. Julio Del Carril y su porte elegante, y su altura que desde donde esta Aida se hace descomunal. Aida ya no llora, sus lágrimas se han agotado hace rato. Él se inclina, ella levanta la mirada y se encuentra con unos ojos indiferentes de color azul profundo, reconoce el perfume de la lujuria que lo rodea. Julio la mira sin ver, no reconoce sus ojos en los del niño de tez como la leche. La observa con piedad pero sin rastros de ternura.

La presencia maldita hace renacer en Aida los dolores del parto, la cercanía de la muerte. Lo mira pero ya no siente, su corazón se ha quebrado en tres partes, una ha quedado prisionera de aquella presencia de la rosa roja, la otra late en el corazón de Benito y un pequeño resto la mantiene viva para cuidar de su hijo. Un hijo que nunca crecerá cerca de su padre, un hijo que ha sentido su presencia de manera fugaz, pero que vivirá con su ausencia por el resto de su vida.

 
                                                                                 Lourdes Massimino 2014

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